Aquel Lugar

Una historia sobre el primer amor

Aquel Lugar


Ha pasado un año. Sé que es el día y me preparo para eso; pienso en qué ropa usar. Abro mi armario y mi vista se dirige a aquella blusa color celeste con líneas blancas y hombros descubiertos. La miro un momento y veo que en aquella época se veía más bonita, pero como todas las cosas, el paso del tiempo le ha cobrado factura: se ha desgastado al igual que mi alma; sigue siendo la misma pero ha
cambiado de maneras que no se pueden ver ni palpar pero sabes que ha cambiado. 







—¿Estás lista? Vámonos ya… —la voz de mi madre me advierte que he “sobre tonteado” y aún no estoy lista; ella está emocionada de ir, lo que me hace poner un poco de mal genio por alguna razón. 

Dejo mis pesadillas amarradas a mi oscura habitación y me lanzo a la calle a deambular entre el mundanal gentío que puedo encontrar en la estrechez del vagón del trole, hasta alcanzar el centro histórico de la ciudad de Quito, más precisamente a las calles Guayaquil y Chile. 
Salgo de la parada, mi madre me toma del brazo y nos dirigimos hacia aquel antiguo y bien conocido lugar, pero no vamos por el camino de siempre, sino que rodeamos la esquina para no encontrar monstruos a la vuelta.

Con mi madre, recorro la calle estrecha, con baches en los pavimentos y grietas hondas en la acera.

Las casas que nos rodean son antiguas y de estilo colonial: sorprenden cómo estas se enredan, una con la otra, de forma que vemos pasajes estrechos llenos de tiendas y de gente. 

El centro se ilumina con su gente: es el ritmo de aquellos viejos caminando de la mano, o la joven pareja que se para a tomarse fotos, o esa anciana que toca el himno de Cuenca. «Estoy sola», pienso.

Y de pronto recuerdo una viva imagen del pasado con un viejo amor. «Y así es como te apareces cuando me quedo a solas, en el infierno que brinda la soledad en una multitud de gente y ruido. Ojalá entendieras lo sola que me siento cuando te pienso. Como si cargara una tristeza que en realidad no es mía, sino que te has apropiado de ella. Ya nada es mío. Te empeñaste en ser el protagonista de mi vida». Mi cabeza bulle de recuerdos.

Hemos llegado a aquel lugar, el mismo lugar de techos altos y estilo antiguo, aquel lugar con un gran patio central donde se encuentran mesas redondas y una señora vestida de rosa que toma el café a la luz del medio día, justo al lado de la pileta donde hace un tiempo tiré una moneda junto a ese viejo amor, rogándole a la suerte que sea nuestra compañera. Allí se puede escuchar el sonido relajante del agua fluir. Y me digo: «He llegado al mismo lugar donde conocí una parte de ti, el mismo lugar con sus estrechas escaleras, que me llevan al lindo y tranquilo restaurante en la segunda planta». Todo es muy adornado, muy rojo, muy café, muy opaco, tiene un sin fin de pinturas y esculturas colgadas en sus paredes. Todo es muy antiguo se nota, y desprende un olor característico, es como a madera y café, del que la mayoría de la gente bebe en compañía. 

Cuando llegamos a la entrada, noto que el lugar está repleto, aunque se siente una calma y silencio tenaz, pues se puede oír el aleteo de las palomas que se posan cerca en la barandilla del balcón.

Pienso que nos debemos ir a otra cafetería, pero dos señoras que deben tener por lo menos unos 70 años, nos invitan a compartir su mesa: es un gesto muy amable. Muchas cosas buenas pueden pasar en este lugar, tal vez es por la calidez y familiaridad que se respira.

Nos sentamos, saludamos y yo sonrío, mientras mi madre comienza a hacer la “conversa”. Yo miro el pasillo mientras el olor a café impregna mis fosas nasales. «Me da ganas de un tabaco», pienso, mientras mi mente comienza a recordar. Me remonto al pasado, soy una chica sentada en la misma cafetería, apreciando la decoración, «y así te veo venir por el pasillo. Estabas muy guapo vestido de nada en especial, como quien camina dos centímetros encima del suelo, pensando que nadie te ve. Te sientas, hablamos, reímos, jugamos, paseamos, soñamos, prometemos. Y de repente todo pasa, sin esperarlo ha pasado; tú sonríes y descubres las curvas de mi espalda y yo sonrió y te beso los parpados.

Paseo por la ciudad y te quiero conmigo en cada esquina. Así, nos lanzamos a bailar aunque todos los semáforos estén en rojo».

—La Providencia —escucho decir a una de las señoras con las que estoy sentada. 

La observo por primera vez, es muy delgada y está bien arreglada, de la manera en la que se arreglan las personas mayores, con su arrugada piel y los labios marchitos. Me he perdido entre mis ensoñaciones; otra vez. Trato de entender el hilo de la conversación: al parecer ellas se conocen desde hace mucho tiempo; por lo que les oigo hablar, ellas estudiaban en el colegio La Providencia, que está en el mismo centro de la ciudad; ellas adoptaron la costumbre de reunirse en aquel lugar, la misma cafetería durante más de cincuenta años. También esta es una ocasión más donde dos viejas amigas se encuentran en el mismo viejo lugar a ponerse al tanto de su vida y a recordar. 

Entonces veo que me he perdido más de lo que esperaba. Me pongo a observar a mi alrededor, en el otro extremo del balcón se encuentra una tienda de artesanías con ponchos de todos los colores en maniquíes y tras de ellos con una pequeña separación hay estanterías de vidrio con objetos que resaltan la cultura ecuatoriana. Es interesante cómo, en el mismo lugar, puede haber dos escenarios tan distintos: una cafetería antigua, llena de decoración barroca, y una tienda de artesanías con decoración sobria.

—Tomemos una foto —expresa con entusiasmo mi mamá.

Saco mi teléfono celular y tomo la foto. Abro la galería de fotos para revisar y, entre estas, encuentro una de nosotros, de antes. «Te he vuelto a ver. Debí borrar aquellas fotos, el día que te perdí. Pero quién sabe deshacerse del rastro que ha dejado un avión, o la estela que deja un barco cuando esta ya te ha mirado a los ojos». 

Me dirijo al baño para espabilar un poco. De camino hay una mesa muy grande, con mucha gente reunida; por lo menos son veinte personas, muy bien vestidas; debe ser una ocasión especial. Dirijo mi mirada, sin pena, hacia ellos analizando, la mayoría son adultos, solo hay un par de jóvenes que se ve no la están pasando de lo mejor, todos son tan pasivos, tan reprimidos, es decir; es una cafetería pequeña. Cómo no me he dado cuenta que hay un grupo de más de quince personas reunidas en el lugar y que no hicieron muestra de su presencia. No están tristes, por así decirlo, pero susurran, conversan en voz baja, en privado y conservan unos modales impecables, no sé por qué, pero eso no me produce calma en absoluto. Creo que he estado parada ahí un poco de tiempo porque desde la mesa una chica me devuelve la mirada y me sonríe con los labios cerrados; creo que la conozco de algún sitio, no importa, no es el momento. 

Hago el mismo gesto, sonrío con los labios juntos y me escabullo a la sombra de la parte más alejada del restaurante, hasta encontrar los retretes. No puedo creerlo, hasta allí a sus afueras hay mucha decoración, todo en el mismo estilo, todo muy romántico. ¡Bah! ¡No vale la pena detenerse a verlas, son demasiadas! Ya en el baño, que es pequeño, hay un espejo bien iluminado en el que no puedo parar de contemplar mi reflejo: me paro al frente, de cara, agarro con fuerza las esquinas del lavamanos, abro bien los ojos y observo. Mi cabello es más largo ahora y mis ojos ya no iluminan como antes. «El mismo cabello del que te enredabas y me decías que te quedarías hasta el invierno que viene, y los mismos ojos con que me mirabas como si fuese lo más bonito del mundo, porque decías que el mundo, a través de mí, se ve mejor».

—¡Para! —me digo a mí misma. 

Y vienen mis pensamientos:

«¡No! ¡Ya no te pienso! Es más, detesto tu pelo tan despeinado porque sé que es hecho a propósito». 

«¡No! ¡Ya no te pienso! Odio la forma de tus labios que se juntan para formar las palabras más preciosas». 

«¡No! ¡Ya no te pienso! Odio tu risa que era capaz de iluminar mis días». 

«¡No! ¡Ya no…!» 

De vuelta a la mesa, estoy decidida a no recordarte más. Junto a la baranda del balcón, mi madre y las dos ancianas se han servido un sándwich de pernil. Cuando lo pruebo siento lo crujiente del pan y lo delicioso que está. Sigo concibiendo más cosas sobre las dos señoras sentadas a mi frente: han sido amigas desde la escuela y puedo admirar el valor de la amistad hasta que puedo ver el sol ponerse a través del techo de vidrio que hay en todo el lugar.

Es hora de despedirnos y hacer mi camino de la vuelta a mi oscura habitación. Llegando al tiempo de quedarme a solas de nuevo y reflexionar.

En todo el trayecto de vuelta, no muestro ápice de lo que siento, mi cara permanece impávida y no estoy aquí, hasta que puedo sentarme toda rígida en el filo de mi cama y, de repente, emergen pensamientos a borbotones, atropellándose entre sí, volviéndose locos por ser atendidos en el mar de lava que se ha convertido mi cabeza. Entonces me doy cuenta. No he superado el dolor, pues no se han desprendido el placer de mis heridas. He tratado de huir con los ojos cerrados y el pasado me ha alcanzado. Me he visto hace un año y no me he reconocido. Hay que confesar del mismo modo, que no te he olvidado, que tus fotos son una caricia del pasado al igual que aquel lugar.

Y así me he convertido en un preso, porque uno es preso de lo que ha amado y el amor es esa condena de la que nunca te liberarás, al igual de la que yo nunca me liberaré. He querido tanto que se me ha olvidado, por tanto que deje de quererme. He perdido el rumbo, pero he conocido la vida en el camino. He vuelto a ver todo en aquel café del centro de la ciudad y se me han hecho agua los ojos de la pena. 

FIN

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